miércoles, 27 de febrero de 2013

Buenos días y buena suerte


Amanece en Medellín. Hoy las nubes que siempre abrazan el valle de Iburrá parecen haberse quedado dormidas y el sol bosteza en lo alto haciendo brillar el verde de las montañas, ese verde solo ensombrecido por las torres de edificios que parecen equilibristas sobre el alambre de las colinas; alfiles de hormigon escalando monte arriba, más hoy que todo luce despejado. 
 
La gente me sigue mirando cada vez que entro en el metro. No puedo quitarme ese traje de turista y nunca dejará de parecer que sólo me falta la guía. Pero últimamente les desconcierto. Desde que he adquirido la firmeza de quien pisa suelo conocido, que se mueve con la seguridad y el método que sólo da el día a día y esa mezcla de prisa y curiosidad que sigue ocupando mis primeras horas. 

Muy primeras porque el paisa se levanta pronto pero no se pierde en bostezos. A esa hora somnolienta de la mañana aprendí dos cosas de ellos: que el paisa se cuela si le dejas el mínimo resquicio –gambetea cual extremo y te arrebata el sitio en el metro con una sonrisa exenta de maldad– y que entre un conductor y tú, llevas todas las de perder. Poco importan los semáforos, los pase usted primero y los ceda el paso inexistentes. Ante la duda, quédate en la acera. Es curioso que la amabilidad paisa cuente sus excepciones por rutinas callejeras.

A propósito de calle, también choca en mi trayecto matutino encontrar gente durmiendo en ella. No porque en España no los encontrase –cada vez más– pero allí las personas se resguardan del frío y eso provoca que no sean apenas visibles, maniobra tan necesaria para ellos como perversamente cosmética para la conciencia de los que dormimos al abrigo de cuatro paredes. Aquí las bondades del clima muestran monstruos, exhiben esa pobreza obscena a plena luz del día y a plena acera, como un drama presuntuoso que golpea a una sociedad tan inequitativa que las cosas que te cuentan duelen por evidentes. Nada se puede esconder y no cabe la hipocresía española que se emboza en el clima o en una policía que limpia las calles armada de soberbia. Aquí la pobreza asalta y los contrastes escuecen: porque la sonrisa del paisa no esconde nada… tal vez sea un antídoto.

Espero seguir conociendo cosas y algún día poder hablar con cierto criterio de una realidad tan cálida como subyugante. Como decía el protagonista de 'Los lunes al sol'... ¿pero cómo vas a tener criterio si no sabes lo que es?

Buenos días a todos y ojalá mi falta de criterio les sirva para desperezarse.

domingo, 17 de febrero de 2013

Ni se te ocurra mandarme un sobre desde España


Salir de España estos días oxigena, huir de esa España “de cerrado y sacristía,

devota de Frascuelo y de María” te permite tomar contacto con gente que no está envilecida por el germen de la corrupción, que parece que se ha instalado en el ánimo de todos los que no la practican en España, que cada vez se antojan menos. Ese país cubierto de sobres, confetis y payasos pagados por todos a gente que no tiene empacho en mentir, en desdecirse, en decir lo que no piensan y en no pensar lo que dicen. Y lo peor es que están tan convencidos de que han ganado que no pierden el tiempo en apariencias y asumen con naturalidad que tus pérdidas son sus ganancias y que eso es lo natural. Hablo con mi gente y suenan turbios, apenados, sin poder ocultar una bilis que les va arqueando el ánimo…


Ahora vivo en un país con mucha más desigualdad que España, pero cuyo ánimo en los sectores menos desfavorecidos es efusivo. Me cuentas cosas terribles de los monstruos que produce la inequidad, la pobreza extrema al otro lado de la calle y me pregunto si España no está abocada a eso y si la gente ha medido los efectos de todo el golferío rampante… y mi respuesta es que sí, porque, como aquí, en Colombia, siempre hay reductos seguros para la gente más acomodada, y la violencia se la reparten los pobres. Como decía alguien “los disparos no llegan a los residenciales de lujo”, y mientras conozco la realidad de Medellín, de la que aún ignoro casi todo, lamentablemente, también pienso si este maravilloso país, ahora que vive instalado en la euforia, no estará cometiendo los mismos errores que un día cometimos nosotros. En España no se cerró la brecha cuando se pudo y las políticas sociales se limitaron a gestos, no a un convencimiento firme por erradicar las desigualdades. 

Ahora España es un abismo y todos buscamos puentes de huida. A quien pueda, que lo haga, que respire y tome distancia de la terca realidad que cada día le golpea de una u otra forma. Aquí hay nubes, pero suelen ser blancas… y el clima no está enrarecido, es simplemente delicioso.

viernes, 15 de febrero de 2013

Los resortes de la nostalgia

Es curioso cómo funciona la distancia. No la geográfica, la afectiva. No importa lo bien que estés –lo estoy (mucho)– ni lo ocupado que te encuentres –me encuentro (más)–, la añoranza funciona como un pérfido click que trae de repente a tu memoria, a tu olfato o a tu oido una serie de momentos que desearías recuperar de inmediato.

En mi caso, nada hay asociado sólo a un objeto. Más bien me acuerdo de relaciones por asociación y de un detalle concreto cada vez: A) echo de menos sentarme frente a mi amigo Sergio y su sabiduría enológica y apurar mano a mano una botella de tinto. Y el gesto es la forma que tiene de mover la copa de vino. B) me gustaría tomar un café con Daniel mientras me cuenta el nuevo instrumento que se va a comprar, con esa sonrisa infantil que tiene y que siempre empuja la mía. Y el gesto es cómo apoya el dedo pulgar en la sien mientras está sentado y fuma. C) se extraña el Llamas y sus gintonics, pero rodeados de los amigos y de esas risas que van volviéndose impúdicas a medida que sube el alcohol y baja la vergüenza. D) Y sobre todo se echa de menos a los padres, claro –y perdónenme el alarde sensiblero–, los únicos a los que puede el orgullo parcial y que se equivocan pensando que ellos te echan más de menos que tú a ellos.

Afortunadamente, no me ha llegado un segundo tipo de nostalgia, esa que pesa, que te trepa por la espalda como una araña plomiza... que no venga. Y hablando de venir, creo que hay una tercera clase de la que ya habló García Márquez: la nostalgia por las cosas que sucederán. Si algo siento es que no voy a estar cuando alguien que ahora mide un centímetro y medio nazca, allá por septiembre... Y a sus padres también les echo de menos.

Curiosos los resortes de la nostalgia...

domingo, 10 de febrero de 2013

Aquí la gente juega a sonreir

Mañana cálida en Medellín. Primer día completo en mi nueva casa, una de esas casas en las que quieres pasar días completos. Miras por la ventana y sólo ves árboles y sólo escuchas pájaros, y te acuerdas de esas comedias románticas donde sólo miran por la ventana y oyen pájaros y sonríen como idiotas. Y me descubro sintiéndome igual de bobo y de ingenuo.

Pregunto mucho porque desconozco mucho y siempre recibo respuestas de personas que tienen la mirada del niño que no deja de impresionarse por sus descubrimientos. Me paso el día confundiéndome de dirección, buscando ollas en cajones ignotos y parando a la gente por la calle para no seguir perdiendo el tiempo. Y todas esas cosas me quitan cada una diez años de golpe, cuando descubro lo ignorante que soy y las ganas que tengo de seguir aprendiendo.

Y eso que en la 'U' todos me llaman 'profe', una fórmula que al principio me chocaba –aún no me considero profesor y sí más alumno– pero que lleva aparejada una mezcla de respeto y cariño que hace que me sienta más y más a gusto. Y saludo. Saludo mucho. Cada vez más y noto que se me va pegando a la cara esa maldita sonrisa encantadora que siempre llevan prendida los paisas y que se te mete dentro como un gusano travieso.

Y mientras te contagian de su gesto, te hablan y te tocan, como si quisieran derretir el frío que todos los castellanos llevamos dentro y que nos hace rechazar el contacto físico en una conversación trivial. Hablan dulce, silabeando y suavizando nuestras 'ces' hasta que resbalan. Hablan mucho, pero 'lindo'. Tanto, que cuando alguien lo hace en demasía, se dice que 'se ha montado en la palabra'. Preciosa expresión que tanto dice de ellos.

Demonios de sonrisa juguetona...


viernes, 8 de febrero de 2013

Mamá, yo quiero ir a un país donde no haya prima de riesgo

Es cierto, sólo conozco una parte de Medellín. Mi compañera de piso, una vieja conocida (que no una conocida vieja), va a solucionar ese sesgo en los próximos días, y me va a enseñar otros lugares más ásperos de esta preciosa ciudad. Por el momento déjenme abrazar esa parte donde no hay riesgo y la gente te sonríe. Esa parte de barrios residenciales, de partes bohemias, en una de las cuales he dado en vivir. Dentro de un piso donde se está calentito y te reciben con una Club Colombia, estupenda cerveza autóctona.

Tampoco hace falta calor porque el clima es delicioso, tenazmente regular y a ratos refrescantemente húmedo o ventoso. Las montañas me han acogido como una marmita de piedra verde, casi umbilical. Porque así es la gente de Medellín. Lo sé, me repito, pero el otro día el taxista que me dejó en mi nuevo piso no quiso irse hasta estar seguro de que encontraba mi destino. Imposible no emocionarse con esta gente que siempre tiene presta una sonrisa, un 'para lo que precises', un 'Con gusto'. Porque no es casual que nosotros respondamos a las gracias con un 'de nada' (que denota indiferencia, que nada hay tras un gesto amable) y ellos lo hagan con un 'con gusto', que suena tan suave como las temperaturas de este lugar.

Tal vez me ataque la nostalgia más adelante y se echa de menos a la familia, a los amigos y al Llamas y al Pani (todo por este orden, aunque me agrada saber que hay amigos que han salido ganando con mi marcha), pero por el momento tengo más ganas de que vengan a ver esto ustedes que yo de volver. Será también por las clases, por unos alumnos participativos que aún no se han dado cuenta de la parte de fraude que hay en mí o por estar viviendo algo que nunca supe que necesitaba... Y es que al final quería riesgo, pero de otra clase.

Sigan bien por allí, amigos. Se les quiere cada día más.

domingo, 3 de febrero de 2013

Elogio de la simpatía


Primer fin de semana sin Llamas y sin Pani. Sin amigos. Sin familia. Totalmente perdido. Tengo que preguntarlo todo, dudo de todo –eso sí, como siempre–… pero todos son de una amabilidad desbordante, a veces conmovedora. Ayer, el dueño de una librería me indicó dónde estaba la zona de libros de cine, casi a ras del suelo, y se apresuró a acercarme un taburete para que me sentase cómodamente. Interés empresarial pensarán algunos. Esperen y oigan: por la tarde, di en pasar por un bar, sentarme y pedir una cerveza. La amable camarera me preguntó que si estaba bien la música –cumbia, creo– o prefería otra cosa. Le va en ello la propina, dirán los maledicentes. Esta misma mañana, el guardia de seguridad de la Universidad se deshizo en atenciones hacia mí, el chico de la recepción del hotel fue igual de cálido a la hora del desayuno y sigo atesorando sonrisas y momentos con mis compañeros de trabajo en los que el trato sería impensable en la árida Castilla.

Sólo, sí, pero de alguna forma acompañado.