domingo, 7 de julio de 2013

MARIO (primera parte)


Vapor de amanecer



La luz entraba acuchillando el suelo negro por tres partes. Tres garras cuya longitud y anchura le daban la hora con una precisión implacable. En apenas unos meses David había adquirido las destrezas de aquel que se deja el aliento cada día en algo suyo. Fuera, la temperatura debía ser muy alta a juzgar por la calima que se advertía tras el ventanal, pero dentro no se estaba nada mal. Colocaba meticulosamente cada tajo al pie de la barra, como si fueran peones de ajedrez, fieles y alineados, barría el suelo de conglomerado las veces que fuera necesario para que se fuesen los restos pegajosos de la noche anterior, preparaba y abrillantaba esas copas de vino, barrigudas, que le recordaban por su forma a algún cliente que iba a las seis y no se marchaba hasta bien entrada la noche.



Antes de abrir, David humedecía y limpiaba su trapo blanco, ceniciento a pesar de muchas pasadas, a pesar de todo lo que pasaba en el día a día, arrastrándose por la superficie nudosa de la barra y… haciendo de paño de lágrimas. Él siempre lo comparaba con un pañuelo que ofrecer figuradamente a sus clientes, y a veces hasta lo usaba para agitarlo de modo cómico cuando algún amigo, infatigable, decidía irse tras horas acodado en la barra, limpia y recién repasada.



A pesar de ello, le gustaba ese trabajo. Tras muchos años dejándose el sudor en cada esquina de cada negocio ajeno, por fin algo suyo en lo que deslomarse de sol a sol. Ese sol que entraba afilado, ese sol que abrasaba fuera y que hacía que muchos viajeros y peatones entrasen como escupidos en su bar. Su bar. Por ello no le costaba nada limpiar, cocinar… y escuchar. Curtido por horas detrás de la barra, en los últimos meses había cursado, como el decía, una licenciatura en psicología. Antes oía, las menos de las veces escuchaba, y ahora, con el negocio propio, atendía. Y no le disgustaba.



Había conocido mil historias de cien personas distintas, a razón de una decena de pasados por cada uno. Sabía que muchos eran meras fantasías pero le halagaba pensar que sus clientes se inventaban una historia solo para parecer más atractivos a ojos de David… o a sus propios ojos, pues tal vez eso alimentaba los egos de cada uno. Y David sabía a ciencia cierta que debía esconder el suyo y limitarse a responder con monosílabos y alguna observación ocurrente para restar trascendencia a todas esas historias que a veces se tornaban en dramones con la ayuda y el acompañamiento del tintinear de los hielos en las copas panzudas.





El hombre sin pasado



Había aprendido cuándo callar y cuando hacer reír, o al menos intentarlo. Pero Mario era diferente. Mario no hablaba hasta que los gin tonics eran demasiados y la luz afuera demasiado escasa. Sólo tras ocho o nueve, Mario comenzaba a hablar, pero no con David, sino con la gente que se le iba acercando. Porque Mario no era el típico borracho que arroja sus penas tras la barra al hombre del pañuelo blanco. Mario no era ese hombre que le da la brasa a otros clientes hasta que el camarero debe apaciguar como un hermano mayor al pequeño díscolo de la familia. Mario no contaba nunca su historia, pero narraba relatos maravillosos y siempre tenía presta una narración de ojos ajenos y ausencias, como ese viejo que acostumbra a guardar caramelos en el bolsillo por si se encuentra con un crío. Mario tampoco hablaba con otros borrachos –“me aburren soberanamente aquellos que sólo cuentan sus historias”– pero cuando su estado iba subiendo de grados, la maniobra era siempre la misma. Esquinado en un extremo de la barra, su espalda iba girándose con cada trago hasta que pronto entablaba conversación con quien en ese momento estaba a su lado o bien alguien que le conocía y se acercaba a saludarle. Entonces, las historias manaban a borbotones y su labia incontenible convivía con un asombroso manejo de los tiempos, con un uso preciso de las pausas. Mario era un maestro de voz templada que no desfallecía ni cuando las piernas le fallaban y debía salir del bar dando tumbos para vomitar de rodillas la amargura, la bilis que nunca hacía explícita bajo una pátina de sonrisas y seducción.



David jugaba a desentrañar la verdad de Mario a través de todas las cosas que le había oído describir de forma tan vívida desde hacía meses. Esa voz forjada en aguardiente intentaba esconder su propia historia, pero David aprendió a detectar los imperceptibles temblores de su voz: aquellas debilidades eran los intersticios por los que se colaba la emoción. Una emoción pura y ácida que escondía los trocitos de verdad que habían ido deshaciendo a ese gigantón. Así, David, sabía cosas de Mario que Mario no sabía que él conocía. Ese camarerucho al que algunas veces había dado un corte sabía que Mario era gallego, aunque su acento tenía una capa de meseta de años y años. Sabía que en algún momento había sido escritor, pero que esa afición dio paso a una vocación que aún hoy practicaba a diario: David estaba seguro de que Mario había sido profesor de universidad. Ignoraba qué había impartido ni en qué facultad, pues sus conocimientos eran vastísimos, pero ese modular la voz, esos gestos cortantes y explicativos, esa mirada de pasión cuando alguien asentía le revelaban a David un pasado que él, que nunca había estudiado una carrera, desconocía pero asociaba a las chaquetas de tweed y a las pizarras desgastadas.



Por eso no le sorprendía que Mario llevase siempre una chaqueta de tweed y tuviera el pelo desgastado, blanco como la tiza y lleno de caspa, que caía sobre esas hombreras que le daban un toque anacrónico de distinción. Las pocas veces que se levantaba, la envergadura de Mario le asemejaba a una montaña que se desperezase y David no podía evitar acordarse de aquella Vetusta Morla del libro cuando se despertaba… Mario Era un hombre corpulento. Y era un hombre que no hablaba con borrachos.



Por eso nunca cruzó una palabra con Raina. 

(CONTINUARÁ)