miércoles, 19 de marzo de 2014

Ya no caen las hojas

Alguien me dijo alguna vez que cuando dejas de contar los días para volver a tu tierra, es cuando te has adaptado completamente a tu nuevo entorno. Ayer me di cuenta de que llevo en Colombia dos meses desde mi último viaje a España y que no había reparado en ello… Las hojas del calendario de la memoria siguen detenidas en diciembre y no me había molestado en retirarlas. Ya no hay muescas que ir marcando, ya no hay esa ansiedad que da el reloj de unas estaciones que no existen aquí. Ha sido algo paulatino, algo que ha ido calando, al igual que esa nieve que cae espesa como harina y de la que sólo adviertes su presencia por la mañana, cuando parece plomo gris ese lunes que llegas tarde. Pero la sensación es de alivio, de peso eliminado en las espaldas. Y adviertes que tus amigos del otro lado han dejado de ser una necesidad cotidiana para convertirse en un tesoro paciente que aguarda tu vuelta y que te recuerdan, con el cariño de los años confidentes, que en tu lugar te esperan, cuando sea. Tu familia se vuelve esa olla bulliciosa e hirviente que grita sin que les oigas… y les extrañas, pero sin ese regusto agrio que deja la ausencia. No hay bilis solitaria y encuentras asideros en las caras que todos los días afirman a tu paso y en los ojos que ya te reconocen. Y paseas entre saludos por tu barrio, y saludas a las aceras que paseas porque son ya el camino que quieres recorrer. Tal vez haya sido por una historia que sólo conocen dos, que sólo hablan dos, como si contarla fuera un soplido indiscreto que rompería el encanto, al igual que se destruye la ilusión cuando te cuentan el truco de magia o como ese manotazo que rompe el ensalmo del sueño. Cerrémonos pues, como las dos hojas de una puerta, dejando el mundo fuera. Y adaptemos pues, el mundo del uno al del otro. Que yo ya tengo práctica en eso.

domingo, 7 de julio de 2013

MARIO (primera parte)


Vapor de amanecer



La luz entraba acuchillando el suelo negro por tres partes. Tres garras cuya longitud y anchura le daban la hora con una precisión implacable. En apenas unos meses David había adquirido las destrezas de aquel que se deja el aliento cada día en algo suyo. Fuera, la temperatura debía ser muy alta a juzgar por la calima que se advertía tras el ventanal, pero dentro no se estaba nada mal. Colocaba meticulosamente cada tajo al pie de la barra, como si fueran peones de ajedrez, fieles y alineados, barría el suelo de conglomerado las veces que fuera necesario para que se fuesen los restos pegajosos de la noche anterior, preparaba y abrillantaba esas copas de vino, barrigudas, que le recordaban por su forma a algún cliente que iba a las seis y no se marchaba hasta bien entrada la noche.



Antes de abrir, David humedecía y limpiaba su trapo blanco, ceniciento a pesar de muchas pasadas, a pesar de todo lo que pasaba en el día a día, arrastrándose por la superficie nudosa de la barra y… haciendo de paño de lágrimas. Él siempre lo comparaba con un pañuelo que ofrecer figuradamente a sus clientes, y a veces hasta lo usaba para agitarlo de modo cómico cuando algún amigo, infatigable, decidía irse tras horas acodado en la barra, limpia y recién repasada.



A pesar de ello, le gustaba ese trabajo. Tras muchos años dejándose el sudor en cada esquina de cada negocio ajeno, por fin algo suyo en lo que deslomarse de sol a sol. Ese sol que entraba afilado, ese sol que abrasaba fuera y que hacía que muchos viajeros y peatones entrasen como escupidos en su bar. Su bar. Por ello no le costaba nada limpiar, cocinar… y escuchar. Curtido por horas detrás de la barra, en los últimos meses había cursado, como el decía, una licenciatura en psicología. Antes oía, las menos de las veces escuchaba, y ahora, con el negocio propio, atendía. Y no le disgustaba.



Había conocido mil historias de cien personas distintas, a razón de una decena de pasados por cada uno. Sabía que muchos eran meras fantasías pero le halagaba pensar que sus clientes se inventaban una historia solo para parecer más atractivos a ojos de David… o a sus propios ojos, pues tal vez eso alimentaba los egos de cada uno. Y David sabía a ciencia cierta que debía esconder el suyo y limitarse a responder con monosílabos y alguna observación ocurrente para restar trascendencia a todas esas historias que a veces se tornaban en dramones con la ayuda y el acompañamiento del tintinear de los hielos en las copas panzudas.





El hombre sin pasado



Había aprendido cuándo callar y cuando hacer reír, o al menos intentarlo. Pero Mario era diferente. Mario no hablaba hasta que los gin tonics eran demasiados y la luz afuera demasiado escasa. Sólo tras ocho o nueve, Mario comenzaba a hablar, pero no con David, sino con la gente que se le iba acercando. Porque Mario no era el típico borracho que arroja sus penas tras la barra al hombre del pañuelo blanco. Mario no era ese hombre que le da la brasa a otros clientes hasta que el camarero debe apaciguar como un hermano mayor al pequeño díscolo de la familia. Mario no contaba nunca su historia, pero narraba relatos maravillosos y siempre tenía presta una narración de ojos ajenos y ausencias, como ese viejo que acostumbra a guardar caramelos en el bolsillo por si se encuentra con un crío. Mario tampoco hablaba con otros borrachos –“me aburren soberanamente aquellos que sólo cuentan sus historias”– pero cuando su estado iba subiendo de grados, la maniobra era siempre la misma. Esquinado en un extremo de la barra, su espalda iba girándose con cada trago hasta que pronto entablaba conversación con quien en ese momento estaba a su lado o bien alguien que le conocía y se acercaba a saludarle. Entonces, las historias manaban a borbotones y su labia incontenible convivía con un asombroso manejo de los tiempos, con un uso preciso de las pausas. Mario era un maestro de voz templada que no desfallecía ni cuando las piernas le fallaban y debía salir del bar dando tumbos para vomitar de rodillas la amargura, la bilis que nunca hacía explícita bajo una pátina de sonrisas y seducción.



David jugaba a desentrañar la verdad de Mario a través de todas las cosas que le había oído describir de forma tan vívida desde hacía meses. Esa voz forjada en aguardiente intentaba esconder su propia historia, pero David aprendió a detectar los imperceptibles temblores de su voz: aquellas debilidades eran los intersticios por los que se colaba la emoción. Una emoción pura y ácida que escondía los trocitos de verdad que habían ido deshaciendo a ese gigantón. Así, David, sabía cosas de Mario que Mario no sabía que él conocía. Ese camarerucho al que algunas veces había dado un corte sabía que Mario era gallego, aunque su acento tenía una capa de meseta de años y años. Sabía que en algún momento había sido escritor, pero que esa afición dio paso a una vocación que aún hoy practicaba a diario: David estaba seguro de que Mario había sido profesor de universidad. Ignoraba qué había impartido ni en qué facultad, pues sus conocimientos eran vastísimos, pero ese modular la voz, esos gestos cortantes y explicativos, esa mirada de pasión cuando alguien asentía le revelaban a David un pasado que él, que nunca había estudiado una carrera, desconocía pero asociaba a las chaquetas de tweed y a las pizarras desgastadas.



Por eso no le sorprendía que Mario llevase siempre una chaqueta de tweed y tuviera el pelo desgastado, blanco como la tiza y lleno de caspa, que caía sobre esas hombreras que le daban un toque anacrónico de distinción. Las pocas veces que se levantaba, la envergadura de Mario le asemejaba a una montaña que se desperezase y David no podía evitar acordarse de aquella Vetusta Morla del libro cuando se despertaba… Mario Era un hombre corpulento. Y era un hombre que no hablaba con borrachos.



Por eso nunca cruzó una palabra con Raina. 

(CONTINUARÁ)


lunes, 22 de abril de 2013

Porque soy un aventurero


O eso al menos piensa Fátima Báñez de mí. Gracias, ministra, por el eufemismo que me pone en valor, como la marca España y esas tildes estúpidas que manejan ustedes mientras con las manos hacen juegos malabares y roban a manos llenas. Llaman crisis a su expolio particular. Nazismo a los escraches y movilidad exterior al exilio… por lo tanto, supongo que cuando hablan de movilidad interior se están refiriendo a esos que atraviesan ventanas por no poder atravesar fronteras y se lanzan al vacío en busca de la aventura, claro.

Noten, asquerosos prohombres, que hablo de exilio, pues esto no es aventura, ni emigración, esto es un exilio político (y de los políticos) en toda regla (no los políticos, el exilio), mientras ustedes se esfuerzan de forma orwelliana en buscar enemigos para que nos olvidemos de que el enemigo son ustedes. Y prefieren rescatar a los bancos que a las personas, y esa frase que lo resume con el descaro habitual de esa cortesana andrógina y paleta con nombre doliente: “Nuestros votantes prefieren no comer que no pagar la hipoteca”, que viene a ser lo mismo que decir que es mejor que la gente se muera de hambre a que los poderosos pierdan parte de sus ahorros. Que esta gente no esté en la cárcel me enfrenta con mí país.

Y es que lo peor de todo no es que sean unos golfos, que lo son. Es que son los más tontos de la clase. Nos gobiernan los palurdos, los pijos de cortijo sin cultura, los idiotas a los que les falta un hervor. ¿Y por qué? Porque el sistema se ha hecho tan fuerte que basta la idiotez y la falta de principios para triunfar en la clase política. Si eres listo despertarás envidia. Si eres idiota, no. Sólo así se explica la abrumadora lista de próceres neoliberales seguidores de Bush: desde Hernández Mancha, Aznar como sanctasantórum chapliniano, Acebes, Trillo, Mato, Cospedal y tantos otros…

No puedo ver mal, ante tal compendio de tropelías, los famosos escraches. No me parece ideal, pero me parece la salida más lógica ante el drama de un país que se desangra. Y que lloren, que lloren los niños de González Pons. Que lo hagan como niños hasta que puedan llorar como hombres por la vergüenza de tener ese padre. Váyanse a la mierda, señorías y, parafraseándoles a ustedesen en su infinita elegancia... “que se jodan”.

domingo, 21 de abril de 2013

Vuelta a la cordura


A veces uno no escribe por miedo a la vergüenza que vendrá. A veces, se tiene la sensación de estar equivocado y por eso se guarda silencio. Ésa es la razón de haber callado este blog durante tantas semanas. Porque sabía que si escribía acerca de mi nostalgia alguna vez me arrepentiría. Porque ha sido un mes con más tiempo y más ausencias, donde la melancolía se ha instalado tenaz y se enfurruñaba sin querer marcharse. Y piensas en qué demonios estás haciendo aquí mientras tus amigos y familia están todos juntos en vacaciones y tú deambulas por una casa donde los pasillos se estrechan y la luz entra gris, a juego con tu estado de ánimo.
Pero cuando te sientas y analizas, te ves como un caprichoso niñato enfurruñado que no es capaz de enumerar todos los privilegios. Y te insultas al ver la situación de los tuyos en España, de hipotecas que hay que pagar, de preferentes que vuelan, de nazis que llaman nazis a los que protestan y de asquerosos dirigentes que prefieren que sus votantes paguen a los bancos a que coman. Cuando leo esas declaraciones me resbala un asco bilioso por la espalda y un gusto amargo me agita el estómago.
Esos golfos, de pasada, me han quitado el derecho a la queja: tengo un trabajo que adoro, me puedo encerrar cada día con un par de docenas de gargantas sedientas y adolescentes para hablar de cine, me pagan por ello, vivo en una casa que realmente tiene los pasillos muy anchos mientras yo adelgazo a golpe de arequipe y de fruta jugosa y fragante; me rodea el verde de los árboles y el olor a marihuana en el barrio; estoy conociendo a gente a la que, me da la sensación, ya echaría de menos si me faltasen y me llaman profe, que me sigue pareciendo un privilegio abrumador.
No ha posibilidad de queja y en parte me enorgullece que sólo echo en falta a la familia y a los amigos. Ninguna ausencia material me nubla, lo cual es un bendito desapego de las cosas y un profundo apego a mis amigos, a los que echo de menos de forma dolorosa. Es lo malo de conservar las relaciones, los vínculos de la infancia, porque ellos te conocen mejor que tú mismo y se saben tu pasado tan de memoria porque también es el suyo. Ahora toca esperar y no poder tocarlos, disfrutar de cuando ellos están juntos y te mandan fotos de sonrisas tan rebosantes como los gintonics que sostienen, hablar con ellos todo lo que se pueda y recordar el pasado. Y también es el momento de conocer el pasado de otras personas que me están ayudando en este futuro.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Primer amago de melancolía

Esta mañana sufrí la primera mancha de nostalgia en mi flamante camisa paisa, una de esas de manga corta que nunca me hubiera puesto en la árida Salamanca. Fue justo al levantar la persiana y percatarme, no sé la causa, de que mañana comenzaba la parte del máster que un día llevé yo y que en esas aulas estarían atrapados algunos de los alumnos a los que tuve el privilegio de dar clase.
Y como una perversa sinécdoque me di cuenta de que les echaba de menos, a pesar de que otros han ocupado esos pupitres que amueblan mi conciencia y que aplacan mi tristeza con sus gritos y su algarabía. Mis alumnos colombianos son cautivadores, pero los vínculos siguen amarrados de alguna forma casi umbilical a los que me sufrieron y con los que luego tomé no pocas cervezas.
Y mientras seguía subiendo la persiana, entraban recuerdos de aquel máster, de sus ponentes estupendos, de sus extraños horarios y de sus cenas de despedida. Y así, como el sol de Medellín, se me vino encima un chorro de nostalgia y esa sensación crepuscular no se me ha ahuyentado en todo el día. Afortunadamente los de este año me quitan la pena a golpe de preguntas, de inquietudes, de esos 'a ver si le pillo' y aquellos 'a que soy más listo que él'. Tener trabajo en estos tiempos es un privilegio y ser profesor más aún, por eso esta sensación no me paraliza ni se me pega al cuerpo como una tristeza gelatinosa. Tan sólo me quedo con el dulzor de los recuerdos, con la luz que entraba por mi ventana cuando en España me levantaba para darles clase y con esta persiana que ahora levantaría si en realidad tuviera alguna...
Hoy, mis recuerdos están con esos jóvenes y encantadores bastardos que quieren ser guionistas. Pobres, no saben que ya lo son...

miércoles, 27 de febrero de 2013

Buenos días y buena suerte


Amanece en Medellín. Hoy las nubes que siempre abrazan el valle de Iburrá parecen haberse quedado dormidas y el sol bosteza en lo alto haciendo brillar el verde de las montañas, ese verde solo ensombrecido por las torres de edificios que parecen equilibristas sobre el alambre de las colinas; alfiles de hormigon escalando monte arriba, más hoy que todo luce despejado. 
 
La gente me sigue mirando cada vez que entro en el metro. No puedo quitarme ese traje de turista y nunca dejará de parecer que sólo me falta la guía. Pero últimamente les desconcierto. Desde que he adquirido la firmeza de quien pisa suelo conocido, que se mueve con la seguridad y el método que sólo da el día a día y esa mezcla de prisa y curiosidad que sigue ocupando mis primeras horas. 

Muy primeras porque el paisa se levanta pronto pero no se pierde en bostezos. A esa hora somnolienta de la mañana aprendí dos cosas de ellos: que el paisa se cuela si le dejas el mínimo resquicio –gambetea cual extremo y te arrebata el sitio en el metro con una sonrisa exenta de maldad– y que entre un conductor y tú, llevas todas las de perder. Poco importan los semáforos, los pase usted primero y los ceda el paso inexistentes. Ante la duda, quédate en la acera. Es curioso que la amabilidad paisa cuente sus excepciones por rutinas callejeras.

A propósito de calle, también choca en mi trayecto matutino encontrar gente durmiendo en ella. No porque en España no los encontrase –cada vez más– pero allí las personas se resguardan del frío y eso provoca que no sean apenas visibles, maniobra tan necesaria para ellos como perversamente cosmética para la conciencia de los que dormimos al abrigo de cuatro paredes. Aquí las bondades del clima muestran monstruos, exhiben esa pobreza obscena a plena luz del día y a plena acera, como un drama presuntuoso que golpea a una sociedad tan inequitativa que las cosas que te cuentan duelen por evidentes. Nada se puede esconder y no cabe la hipocresía española que se emboza en el clima o en una policía que limpia las calles armada de soberbia. Aquí la pobreza asalta y los contrastes escuecen: porque la sonrisa del paisa no esconde nada… tal vez sea un antídoto.

Espero seguir conociendo cosas y algún día poder hablar con cierto criterio de una realidad tan cálida como subyugante. Como decía el protagonista de 'Los lunes al sol'... ¿pero cómo vas a tener criterio si no sabes lo que es?

Buenos días a todos y ojalá mi falta de criterio les sirva para desperezarse.

domingo, 17 de febrero de 2013

Ni se te ocurra mandarme un sobre desde España


Salir de España estos días oxigena, huir de esa España “de cerrado y sacristía,

devota de Frascuelo y de María” te permite tomar contacto con gente que no está envilecida por el germen de la corrupción, que parece que se ha instalado en el ánimo de todos los que no la practican en España, que cada vez se antojan menos. Ese país cubierto de sobres, confetis y payasos pagados por todos a gente que no tiene empacho en mentir, en desdecirse, en decir lo que no piensan y en no pensar lo que dicen. Y lo peor es que están tan convencidos de que han ganado que no pierden el tiempo en apariencias y asumen con naturalidad que tus pérdidas son sus ganancias y que eso es lo natural. Hablo con mi gente y suenan turbios, apenados, sin poder ocultar una bilis que les va arqueando el ánimo…


Ahora vivo en un país con mucha más desigualdad que España, pero cuyo ánimo en los sectores menos desfavorecidos es efusivo. Me cuentas cosas terribles de los monstruos que produce la inequidad, la pobreza extrema al otro lado de la calle y me pregunto si España no está abocada a eso y si la gente ha medido los efectos de todo el golferío rampante… y mi respuesta es que sí, porque, como aquí, en Colombia, siempre hay reductos seguros para la gente más acomodada, y la violencia se la reparten los pobres. Como decía alguien “los disparos no llegan a los residenciales de lujo”, y mientras conozco la realidad de Medellín, de la que aún ignoro casi todo, lamentablemente, también pienso si este maravilloso país, ahora que vive instalado en la euforia, no estará cometiendo los mismos errores que un día cometimos nosotros. En España no se cerró la brecha cuando se pudo y las políticas sociales se limitaron a gestos, no a un convencimiento firme por erradicar las desigualdades. 

Ahora España es un abismo y todos buscamos puentes de huida. A quien pueda, que lo haga, que respire y tome distancia de la terca realidad que cada día le golpea de una u otra forma. Aquí hay nubes, pero suelen ser blancas… y el clima no está enrarecido, es simplemente delicioso.