Vapor de amanecer
La
luz entraba acuchillando el suelo negro por tres partes. Tres garras cuya
longitud y anchura le daban la hora con una precisión implacable. En apenas
unos meses David había adquirido las destrezas de aquel que se deja el aliento
cada día en algo suyo. Fuera, la temperatura debía ser muy alta a juzgar por la
calima que se advertía tras el ventanal, pero dentro no se estaba nada mal.
Colocaba meticulosamente cada tajo al pie de la barra, como si fueran peones de
ajedrez, fieles y alineados, barría el suelo de conglomerado las veces que
fuera necesario para que se fuesen los restos pegajosos de la noche anterior,
preparaba y abrillantaba esas copas de vino, barrigudas, que le recordaban por
su forma a algún cliente que iba a las seis y no se marchaba hasta bien entrada
la noche.
Antes
de abrir, David humedecía y limpiaba su trapo blanco, ceniciento a pesar de
muchas pasadas, a pesar de todo lo que pasaba en el día a día, arrastrándose
por la superficie nudosa de la barra y… haciendo de paño de lágrimas. Él
siempre lo comparaba con un pañuelo que ofrecer figuradamente a sus clientes, y
a veces hasta lo usaba para agitarlo de modo cómico cuando algún amigo,
infatigable, decidía irse tras horas acodado en la barra, limpia y recién
repasada.
A
pesar de ello, le gustaba ese trabajo. Tras muchos años dejándose el sudor en
cada esquina de cada negocio ajeno, por fin algo suyo en lo que deslomarse de
sol a sol. Ese sol que entraba afilado, ese sol que abrasaba fuera y que hacía
que muchos viajeros y peatones entrasen como escupidos en su bar. Su bar. Por
ello no le costaba nada limpiar, cocinar… y escuchar. Curtido por horas detrás
de la barra, en los últimos meses había cursado, como el decía, una
licenciatura en psicología. Antes oía, las menos de las veces escuchaba, y ahora,
con el negocio propio, atendía. Y no le disgustaba.
Había
conocido mil historias de cien personas distintas, a razón de una decena de
pasados por cada uno. Sabía que muchos eran meras fantasías pero le halagaba
pensar que sus clientes se inventaban una historia solo para parecer más
atractivos a ojos de David… o a sus propios ojos, pues tal vez eso alimentaba
los egos de cada uno. Y David sabía a ciencia cierta que debía esconder el suyo
y limitarse a responder con monosílabos y alguna observación ocurrente para
restar trascendencia a todas esas historias que a veces se tornaban en dramones
con la ayuda y el acompañamiento del tintinear de los hielos en las copas
panzudas.
El hombre sin pasado
Había
aprendido cuándo callar y cuando hacer reír, o al menos intentarlo. Pero Mario
era diferente. Mario no hablaba hasta que los gin tonics eran demasiados y la luz afuera demasiado escasa. Sólo
tras ocho o nueve, Mario comenzaba a hablar, pero no con David, sino con la
gente que se le iba acercando. Porque Mario no era el típico borracho que
arroja sus penas tras la barra al hombre del pañuelo blanco. Mario no era ese
hombre que le da la brasa a otros clientes hasta que el camarero debe apaciguar
como un hermano mayor al pequeño díscolo de la familia. Mario no contaba nunca
su historia, pero narraba relatos maravillosos y siempre tenía presta una
narración de ojos ajenos y ausencias, como ese viejo que acostumbra a guardar
caramelos en el bolsillo por si se encuentra con un crío. Mario tampoco hablaba
con otros borrachos –“me aburren soberanamente aquellos que sólo cuentan sus
historias”– pero cuando su estado iba subiendo de grados, la maniobra era
siempre la misma. Esquinado en un extremo de la barra, su espalda iba girándose
con cada trago hasta que pronto entablaba conversación con quien en ese momento
estaba a su lado o bien alguien que le conocía y se acercaba a saludarle.
Entonces, las historias manaban a borbotones y su labia incontenible convivía
con un asombroso manejo de los tiempos, con un uso preciso de las pausas. Mario
era un maestro de voz templada que no desfallecía ni cuando las piernas le
fallaban y debía salir del bar dando tumbos para vomitar de rodillas la
amargura, la bilis que nunca hacía explícita bajo una pátina de sonrisas y
seducción.
David
jugaba a desentrañar la verdad de Mario a través de todas las cosas que le
había oído describir de forma tan vívida desde hacía meses. Esa voz forjada en
aguardiente intentaba esconder su propia historia, pero David aprendió a
detectar los imperceptibles temblores de su voz: aquellas debilidades eran los
intersticios por los que se colaba la emoción. Una emoción pura y ácida que
escondía los trocitos de verdad que habían ido deshaciendo a ese gigantón. Así,
David, sabía cosas de Mario que Mario no sabía que él conocía. Ese camarerucho
al que algunas veces había dado un corte sabía que Mario era gallego, aunque su
acento tenía una capa de meseta de años y años. Sabía que en algún momento
había sido escritor, pero que esa afición dio paso a una vocación que aún hoy
practicaba a diario: David estaba seguro de que Mario había sido profesor de
universidad. Ignoraba qué había impartido ni en qué facultad, pues sus
conocimientos eran vastísimos, pero ese modular la voz, esos gestos cortantes y
explicativos, esa mirada de pasión cuando alguien asentía le revelaban a David un
pasado que él, que nunca había estudiado una carrera, desconocía pero asociaba
a las chaquetas de tweed y a las
pizarras desgastadas.
Por
eso no le sorprendía que Mario llevase siempre una chaqueta de tweed y tuviera el pelo desgastado,
blanco como la tiza y lleno de caspa, que caía sobre esas hombreras que le
daban un toque anacrónico de distinción. Las pocas veces que se levantaba, la
envergadura de Mario le asemejaba a una montaña que se desperezase y David no
podía evitar acordarse de aquella Vetusta Morla del libro cuando se despertaba…
Mario Era un hombre corpulento. Y era un hombre que no hablaba con borrachos.
Por
eso nunca cruzó una palabra con Raina.
(CONTINUARÁ)
No hay comentarios:
Publicar un comentario