Alguien me dijo alguna vez que cuando dejas de contar los
días para volver a tu tierra, es cuando te has adaptado completamente a tu
nuevo entorno. Ayer me di cuenta de que llevo en Colombia dos meses desde mi
último viaje a España y que no había reparado en ello… Las hojas del calendario
de la memoria siguen detenidas en diciembre y no me había molestado en
retirarlas. Ya no hay muescas que ir marcando, ya no hay esa ansiedad que da el
reloj de unas estaciones que no existen aquí. Ha sido algo paulatino, algo que
ha ido calando, al igual que esa nieve que cae espesa como harina y de la que
sólo adviertes su presencia por la mañana, cuando parece plomo gris ese lunes
que llegas tarde. Pero la sensación es de alivio, de peso eliminado en las
espaldas. Y adviertes que tus amigos del otro lado han dejado de ser una
necesidad cotidiana para convertirse en un tesoro paciente que aguarda tu
vuelta y que te recuerdan, con el cariño de los años confidentes, que en tu
lugar te esperan, cuando sea. Tu familia se vuelve esa olla bulliciosa e
hirviente que grita sin que les oigas… y les extrañas, pero sin ese regusto
agrio que deja la ausencia. No hay bilis solitaria y encuentras asideros en las
caras que todos los días afirman a tu paso y en los ojos que ya te reconocen. Y
paseas entre saludos por tu barrio, y saludas a las aceras que paseas porque
son ya el camino que quieres recorrer. Tal vez haya sido por una historia que
sólo conocen dos, que sólo hablan dos, como si contarla fuera un soplido
indiscreto que rompería el encanto, al igual que se destruye la ilusión cuando
te cuentan el truco de magia o como ese manotazo que rompe el ensalmo del
sueño. Cerrémonos pues, como las dos hojas de una puerta, dejando el mundo
fuera. Y adaptemos pues, el mundo del uno al del otro. Que yo ya tengo práctica
en eso.